martes, 2 de octubre de 2007

SAN JUAN BAUTISTA MEDITANDO




Un canto de pájaro se abrió paso entre las lindes humeantes de la cálida brisa, todo él bañado de árboles y frutos, de flores y hojas tiernas. El cielo brillaba de forma intensa, y tan sólo algunas estelas gaseosas lo surcaban limpiamente.

A lo lejos un denso y oscuro bosque, más cerca, y aun acariciado por los rayos del sol, su rostro parcialmente cubierto. Sus anchas facciones y su aspecto robusto armonizaban de forma absoluta con el rojo intenso de su túnica. El vello le inundaba la cara, creciendo fecundamente, arraigándose con fuerza, ocultando sus arrugas, sus penas.

Reposaba sobre una gran piedra, meditabundo. A simple vista pareciera que sus ojos tristes escrutinaran la superficie donde apoyado descansaba todo su cuerpo, pero su mirada permanecía inyectada mucho más lejos, recorriendo horizontes invisibles, intentando reconocer el rostro de Dios entre tantas sombras.

A su alrededor más bosque, cientos de inmensos árboles verdes y frondosos servían de alimento a las criaturas salvajes que revoloteaban felizmente entre las flores silvestres. Todo esto a sus espaldas, mucho más lejos.

Altas cuevas de piedras calizas y enormemente erosionadas coronaban los flancos, oprimiendo sus sienes con tanta grandiosidad, tantos años y tanta piedra. Extrañas estructuras córneas se asomaban insinuantes entre los ojos de aquellas cavernas, prohibiendo el paso desde la luz.

Sus brazos y pies se encontraban desnudos, rosáceos todavía, como si su casa fuese la hierba que aplastaba con el peso de su cuerpo. Engendrándose en ellos sin embargo surgía de la ciénaga oscura una enorme amapola negra, con los ojos huecos y picados, devorados ferozmente por dos colibríes azules de ávidas alas. Como si se tratase del fruto de su fe aniquilada.

El tacto de la piedra en aquel extremo era inimaginablemente frío, pero su mano no cesaba de acariciarlo, cincelando en ella lentamente luces y claros. La infinita sombra siniestra de aquella flor, que en su propio flujo proyectaba el reflejo de un gran árbol negro, fuerte, desnudo y petrificado, era observado por un pequeño cordero agazapado tras la piedra. Pero los ojos de Juan no miraban al pequeño animal, pues su búsqueda de Dios mediante la filosofía le impedía atisbar que el Creador se hallaba allí mismo, disfrazado de animal, reposando a tan sólo unos palmos del Santo.

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